martes, 27 de julio de 2010

Piedras negras

Pakistán nunca deja de sorprenderte o golpearte. Aquí los piés están tan en contacto con la tierra que cada acontecimiento, cada acción , cada latido del ritmo primigenio de la vida, recorre todo el cuerpo; a veces, con violencia. Cuando has alcanzado Skardu colgado sobre el valle del Indo y refugiado en su fértil valle, crees haber llegado a un confín del planeta. La luz se corta, los rostros de las calles parecen soldados  de un ejército ajeno endurecidos por el polvo, la gasolina es un bien escaso y tan lejos del mundo como de Alá, aquí beben cada hombre y su perro.

Montas en un jeep y recorres tres horas de camino hasta Machulo por el valle del Indo, paras en teatrales controles de policía donde un hombre corta la carretera con un palo y te interroga sobre las cosas más surrealistas. Cuando paras a tomar un té  en el albergue de la fundación Félix Iñurrategui, al ver las montañas que se levantan enfrete y que cortan el aire como un grito seco, piensas en que ya no se puede estar más lejos.

El camino continua. Cruzas las casas de Kande tan integradas en el paisaje que parecen tierra escarbada por el juego de los niños. Dejas al este el valle del Amin Brak y la pista serpentea por la ladera de piedras, ciento cincuenta metros por encima del río Hushé que baja oscuro y arremolinado. El jeep atraviesa varios torrentes, un puente colgante, otro aún más precario fabricado con troncos y tablas, y se empina patinando sobre las últimas cuestas antes de Hushé. A 3050 metros sobre el nivel del mar y tan aislada del mundo como en el mismo centro del universo, está esta aldea del Karakorum con casas de piedra y barro, tejados de tierra y edificios de dos plantas unidos por un intrincado sistema de túneles. El pueblo y sus cultivos son una intensa mancha verde en medio de las fauces grises y rojizas de las montañas. En estos primeros momentos cuando desmontamos del jeep en el albergue construido gracias a la cooperación española, la distancia es casi dolorosa. Miro al fondo del valle y sólo veo las nubes de tormenta que se acercan. De alguna manera, a lo largo de estos días he perdido el punto de partida.

El viaje por tierra en Pakistán ha sido largo y tedioso pero respeta un margen fundamental para el viaje: la aclimatación. Así, los inconvenientes de la Karakorum Highway, la pista cortada por el agua, el camino tallado escabrosamente en medio de inmensas laderas a punto de venirse abajo y todo lo que antes parecían impedimentos, son ahora una gran ventaja.  Cuando llegas a destino ya has borrado el punto de partida. La rapidez y practicidad de los viajes comerciales crea en el viajero una confusa esquizofrenia. Aquí en Hushé, ya hemos perdido toda referencia. Ha llovido y las calles están enlodadas. Los niños chapotean en el barro con la cara surcada por chorretones de suciedad. Oscuros mocos secos se les agolpan sobre el labio superior. Los hombres nos saludan efusivos, todos quieren estrechar nuestras manos, nos sonríen con sus trajes raídos y tan sucios que todos confluyen en un mismo color borroso. La educación , la agricultura, la cooperación, han ayudado. Algo ha cambiado en este pueblo a lo largo de los diez últimos años. Pero sigue siendo una aldea perdida del Karakorum poblada por gente  salvaje,  despiadadamente básica. Los hombres, mujeres y niños que nos rodean parecen una prolongación de las agujas graníticas que les rodean. Están hechos de roca y polvo, de largas horas de sol, de intenso frío. Quizá sean ellos las piedras negras a las que se refiere etimológicamente Karakorum.

Las laderas del valle están coronadas de agujas tan afiladas que pueden alcanzar formas casi imposibles: estiletes, dientes de sierra, colas de pez, picos de pájaro, bocas de depredador, diente de tiburón, falo, flecha, pirámide, luna. No puedo bajar la cabeza y pese a que estoy enfermo y me duele la tripa y ver  a los niños empapados  revolcándose en el fango me pone mal cuerpo, al levantar la vista encuentro un universo de motivaciones. Al fondo del valle el Mashenbrum preside la zona. Está hinchado, orgulloso de ser el más alto y acapara los últimos rayos de sol entre las nubes que presagian la continuidad de la lluvia. Un par de kilómetros hacia el norte el valle se divide. Hacia el este nace el valle de Charakusa, al noreste el paso de Gondogoro por donde regresan muchas expediciones del glaciar del Baltoro y al norte se abre el glaciar del Mashenbrum. La montaña que hemos venido a escalar está perdida en alguna de estas líneas de crestas entre incontables torres graníticas. Es mejor meterse a la cama y descansar. Aquí hay mucho por hacer.

Simón Elías www.desnivel.com

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