lunes, 19 de julio de 2010

Hace una semana...

En la calle Pío XII de Madrid hay media docena de embajadas pero por más que conducimos arriba y abajo con el taxi, no hay manera de encontrar la de Pakistán. Hay varias de países africanos con sus banderas ondeando en lo alto de las puertas franqueadas por imponentes agentes de seguridad.

Hay un gran supermercado, un colegio inglés y una guardería pero la bandera verde y blanca con la luna creciente y una estrella no señala ningún edificio. El taxista no parece tener muy clara la ubicación exacta de la Embajada de Pakistán como tampoco parece poder situar con una ligera aproximación a este país remoto e ignorado si no es por sus desgracias en el planisferio. Se detiene frente a la Embajada de la India y me dice que me baje: -pregunta ahí, estos seguro que saben. El taxista definitivamente tampoco parece tener muy clara la situación política de Pakistán, en guerra continua desde hace varias décadas con sus vecinos indios. Es más fácil caminar y buscar la puerta a pie que intentar informar al taxista de que Pakistán no es una ex-república soviética. Hace un sol abrasador y me protejo bajo la sombra de un alero. Madrid me intimida, es como una jungla gigantesca poblada por temibles y gigantescos depredadores. La gente que entra y sale de las tiendas tampoco me hace ninguna gracia, nuestra opulencia me mosquea en un genuino acto de hipocresia y me hace recordar las blasfemas manifestaciones de solidaridad de mi amigo Montero.

Protegida de la vista por el follaje de los árboles encuentro una puerta sin bandera, tiene una pequeña placa que la identifica como la entrada de la Embajada de Pakistán, sin embargo está cerrada. Compruebo el horario en mi reloj: 9:32 am. y recorro la tapia hasta que en una calle lateral doy con la puerta metálica de un garaje, en ella se abre otra puerta más pequeña que empujo tímidamente. Da a un patio interior sembrado de colillas donde se amontonan utensilios de limpieza. Mientras reflexiono sobre la conveniencia de entrar a hurtadillas en la embajada de uno de los países más violentos del mundo, dos pakistanís ascienden por unas escaleras, salen al patio y me saludan al pasar agachándose con esfuerzo para atrevesar esta entrada de madriguera. Al bajar las escaleras me doy de bruces con una fila de hombres con kmish chaluar, morenos y con negras matas de pelo creciendo como llamaradas petrolíferas en sus cabezas.

Observo las paredes desnudas de la estancia, el único cuadro de un dibujo en carbonilla de un esquiador y el estrado en el que se sientan dos funcionarios rodeados de una trinchera de papeles. Definitivamente estamos en Pakistán.

Me ha costado todo el día conseguir el visado pero ya lo tengo pegado en una de las pocas hojas libres del pasaporte. Tomo el metro, salgo en Goya y un tipo me aborda para que ayude con algo de dinero a no-sé-qué refugiados, explica que debo conocer su organización pues sale habitualmente en televisión. -No tengo televisión, no he tenido nunca, disculpa, le respondo y me siento en un banco a ver cómo la gente sale de las tiendas satisfecha con su última adquisición en las rebajas. El cooperante no puede creer que no tenga televisión, se sienta a mi lado y comienza a interrogarme como si hubiese encontrado al eslab’on perdido. La gente entra y sale de Stradivarius, Mango, El Corte Inglés y las docenas de tiendas que se amontonan en esta esquina popular de Madrid. Hay carteles de conciertos pegados en algunas paredes pero apenas me fijo en los nombres. En Madrid hay mujeres bellísimas y me entretengo mirándolas mientras charlo con el tipo del chaleco y los panfletos que está sentado a mi lado. Se recoje el amasijo de rastas en una única cola en el cogote, se toca el pendiente de la nariz, parece nervioso y su mandíbula tartamudea un poco cubierta por una pelusa de barba juvenil. Después de media hora observando la vorágine de mi mundo más civilizado y grabando las piernas de las chicas con minifalda en mi retina, me despido del agente solidario.
Está a punto de darme 50 Euros para nuestro viaje a Pakistán.

El avión sale puntualmente. Estamos en las filas traseras del aparato y el ruido de los motores es ensordecedor hasta que alcanzamos altura de planeo y puedo dormir. Tenemos la tez más blanca de toda la aeronave, parece que Pakistán no es un destino turístico popular. Sólo en las dos últimas semanas ha habido más de 25 muertos en atentados. Esto no me preocupa ahora, me concentro en cerrar los ojos e intentar dormir, he pasado toda la noche vomitando en un tren. Mi salida de Logroño es todavia confusa.

Tres tipos metidos en un coche con alto estado de embriaguez conduciendo por todas las direcciones prohibidas de la ciudad. Saltándonos semáforos en rojo, persiguiendo a tres furgonetas de la policía nacional en una rotonda y aparcando a trompicones entre dos coches de policía local, por supuesto desde una dirección prohibida, en la puerta de la nueva estación de tren. Por suerte los agentes estaban en el bar tomando café. Son las 3.55 de la mañana y si nadie nos ha detenido o incluso disparado en los últimos 30 minutos, estoy seguro de que tampoco me salpicará un trozo de metralla en una ciudad pakistaní. A veces hay que tentar a la suerte para ver cómo vas antes de salir de casa en un viaje peligroso. Mis amigos son expertos en esto.

En el aeropuerto de Islamabad imponentes funcionarios de poblados bigotes nos sellan los pasaportes. Hay una densa sensación de calor y humedad, los mozos de carga se secan los rostros con una toalla mientras empujan carros con montañas de maletas. Mujeres envueltas en seda y tapadas hasta los ojos sujetan a sus niños como preciados animales domésticos. Al traspasar la puerta que se abre al exterior el calor es aún más sofocante y cientos de gritos aturden sin poder enfocar la atención en una dirección. Hay chóferes esperando a sus clientes con nombres orientales escritos en un pedazo de cartulina, hay hombres elegantes con voluminosos turbantes que miran el reloj con ansiedad, grupos de personas se abrazan entre sí, mujeres que lloran, hombres que fuman y miran a ninguna parte, despistados, con el cabello teñido de henna. En el aire hay una mezcla de olores particular, es lo primero que me sorprende cuando atravieso la frontera aséptica del aire acondicionado de un aeropuerto. Islamabad huele a polvo en suspensión, a especias, tabaco, perfume y dióxido de carbono.

Pero sobre todo huele a cenizas, huele a grandeza del pasado que se consume poco a poco en hogueras, en disparos, en sangre que corre por las calles como si la erosión que desgasta sus montañas y las convierte en desiertos, se estuvise llevando también la vida río abajo. Islamabad huele a algo preciado y vital, algo orgánico y muy propio, como un cuerpo conocido en descomposición. Huele al miedo real y humano que nosotros hemos olvidado hace tiempo en nuestro confort, huele al peligro de vivir.

Simón Elías

1 comentario:

diana dijo...

Menudos rutones !
Se nota que el proyecto karakorum os ha rejuvenecido (y a alguna en varios aspectos...)

Toda la suerte del mundo. Desde reus y con amor, nuestros mejores deseos para vuestra "expe".